Las Fiestas de Moros y Cristianos que cada Agosto se celebran en mi alicantino pueblo natal de Cocentaina son un vínculo indestructible que me ata a mis raíces. Los avatares de mis antepasados están desde muchas generaciones directamente entroncados con esta Villa y debidamente documentados a partir de los inicios del siglo XVI. Allí comerciaron las lanas y trabajaron la tierra, tuvieron sus pleitos, celebraron sus alegrías y lloraron sus tristezas durante más de 500 años encadenando nuestro linaje familiar, ahora vivo en otros lares. Un linaje de cristianos viejos que ha perdurado siguiendo hasta el momento una rigurosa línea agnaticia de varonía hoy en día todavía asegurada con mis dos nietos. Como único superviviente junto a mi segundo hermano de los Richart de nuestra rama nacidos en esa bendita tierra, orgulloso y siempre cerca de ella, deseo que mi modesta huella acompañe a la de mis paisanos. Y por ello, como amante de la literatura cada año dedico alguno de mis escritos a la Revista de Festes editada gracias al entusiasmo de un encomiable equipo de contestanos. Este año el tema de mi colaboración vino propiciado por mi reciente estancia en las hermosas tierras mexicanas y fue presentado en un emotivo acto celebrado en el Palacio Condal de Cocentaina la noche del pasado viernes 15 de julio. He aquí su texto e ilustraciones.
FIESTAS DE
MOROS Y CRISTIANOS EN MÉXICO
Cuando los soldados españoles, capitaneados por Hernán Cortés, llegaron a México a principios del siglo XVI, consideraron a los naturales de aquellas tierras como si de moros se trataran y así se referían a ellos. De tal manera, denominaban “mezquitas” a los ancestrales templos indígenas y “alfaquíes” a los sacerdotes indios. Con estos primeros conquistadores arribaron también los festejos de moros y cristianos, inspirados en la reconquista de las tierras hispánicas, proceso culminado en 1492 con la toma del reino nazarí de Granada. La rendición de este último bastión sarraceno en España dio un definitivo impulso a estas celebraciones, que bajo múltiples facetas habían permanecido vivas en el acervo cultural de nuestros pueblos a lo largo de los ocho siglos de ocupación musulmana. Un impulso que transcurrido poco más de un siglo todavía se incrementaría tras el decreto de expulsión de los moriscos promulgado en 1609 por el rey Felipe III.
Entre las numerosas etnias indígenas que poblaban las tierras conquistadas ya existían modelos culturales prehispánicos de danzas y combates rituales que explican la rápida asimilación y ensamblaje de estos elementos autóctonos con los festejos traídos por los españoles. Un ensamblaje propiciado por el esforzado ánimo evangelizador desplegado por los clérigos de las diferentes órdenes religiosas, inicialmente frailes franciscanos y dominicos, que arribaron con la tropa combatiente y detectaron la especial sensibilidad de los indígenas por las manifestaciones teatrales, no dudando en utilizar este noble arte como algo más que un medio de expresión artística, convirtiéndolo en una herramienta fundamental de educación cristiana y divulgación popular de los dogmas católicos, al revelarse más efectiva que cualquier sermón.
El teatro misionero se basaba en los relatos bíblicos, en los evangelios y en la historia universal con especial incidencia en la historia sagrada dado su aspecto moralizador. Por su parte, el teatro llamado “de conquista” utilizaba en sus representaciones un temario muy diverso, aunque siempre concerniente a contiendas entre cristianos y herejes, como la conquista de Jerusalén por Santiago, la conquista de México por Cortés, la batalla de Lepanto o la derrota musulmana en Roncesvalles, entre otros.
En el territorio que entonces se denominaba Nueva España, la primera reseña de una representación de moros y cristianos fue documentada por Bernal Díaz del Castillo en su “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España” a finales de 1524 y tuvo lugar en Orizaba donde se dispensó a Hernán Cortés “un gran recibimiento con arcos triunfales y ciertas emboscadas de moros y cristianos”. Este festejo aconteció tan solo tres años después de la caída de Tenochtitlan en manos de Hernán Cortés en 1521. La conquista se fraguó un 13 de Agosto, festividad de San Hipólito y Cortés no dudó en designar ese mismo día al santo romano como Patrón de aquellas tierras. Un patronazgo que setenta y nueve años más tarde, en 1600, obtendría también en nuestra villa de Cocentaina.
Posteriormente, en 1539, las paces firmadas entre los reyes Carlos I de España y Francisco I de Francia fueron motivo de celebración en varias localidades de la Nueva España. En la ciudad de México, entre los espectáculos organizados destacó una representación en la que turcos y cristianos combatieron por “La conquista de Rodas” y en la que el propio Cortés asumió el papel de Gran Maestre de la isla. En Tlaxcala, los nativos, fieles aliados de Cortés, escenificaron “La conquista de Jerusalén” en el transcurso de la procesión del Corpus Christi y finalmente, en Oaxaca también se conmemoraron dichas paces con toros y juegos de cañas, “celebrándose un combate de moros y cristianos en torno a una fortaleza de madera erigida en la plaza de Santa Catalina.”. Durante el arduo periodo de evangelización, estas actuaciones se utilizaron con profusión no sólo como espectáculo, sino como elemento estimulador de la fe cristiana entre los indígenas, vertebrando con el paso del tiempo y bajo el nombre genérico de morismas los elementos de una festiva representación teatral realmente peculiar, rica y compleja.
En la actualidad se mantiene la herencia de estos festejos en muy diversos lugares del centro y norte del país -Ciudad de México y Estados de Puebla, Michoacán, Tlaxcala, entre otros-, integrados por los originales elementos españoles e indígenas, a los que se han ido sumando los provenientes del México independiente. Sin embargo, entre todos ellos, no hay duda que el más completo ejemplo de estas celebraciones lo tenemos, por su arraigo, su espectacularidad y el número de participantes que reúne, en la morisma de la ciudad de Zacatecas, capital del Estado del mismo nombre y uno de los enclaves más importantes de la “Ruta de la Plata” en el territorio conocido en época colonial como la Gran Chichimeca. Promovida en 1622 por los monjes franciscanos en honor de Nuestra Señora de la Victoria, la morisma de Zacatecas se celebra desde 1824 cada final de Agosto coincidiendo con la festividad de San Juan Bautista, su santo Patrón, en esa bella y acogedora ciudad minera, nombrada por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad y famosa desde la época virreinal por las ricas vetas de plata allí descubiertas en 1546.
Diversos aspectos comunes pueden entroncar esta morisma con las Fiestas de Moros y Cristianos que celebramos en Cocentaina, pues esencialmente ambas discurren siguiendo un mismo modelo: el simulacro de enfrentamiento de dos bandos militares de similares características, pero desiguales en sus creencias religiosas que durante tres jornadas entablan batalla con resultado alternativo, siendo siempre los cristianos quienes finalmente obtienen la victoria definitiva. No obstante, en la morisma la diversidad de nuestras comparsas no existe. La totalidad de quienes participan en los festejos -más de 12.000 personas en su última edición- son miembros de la Cofradía de San Juan Bautista, fundada en 1836. Una hermandad a la que pertenecen no solo los propios zacatecanos, sino también los actores de diversas poblaciones del Estado como Guadalupe, Enrique Estrada, Morelos, Sauceda de la Borda, Pánuco o Fresnillo, que acuden a celebrarlas conjuntamente aunque dispongan de su propia morisma convocada en diferente fecha del calendario. En esta única cofradía se inscriben los participantes, constituyendo una arraigada tradición que al igual que en nuestros lares es transmitida de padres a hijos y en cuyos festejos están presentes familias enteras. El corazón de la fiesta se ubica junto a la capilla dedicada a San Juan Bautista situada en las lomas de Bracho, cercanas a una de las montañas emblemáticas de la ciudad: la conocida como La Bufa, que domina a Zacatecas y se encuentra muy próxima a su Centro Histórico. Durante los festejos se llevan a cabo en las inmediaciones de su atrio tres importantes representaciones dramáticas. Una tiene lugar durante la primera de las cuatro noches festivas. En ella se rememora la degollación a instancias de Salomé de Juan el Bautista por orden de Herodes Antipas a quien el santo profeta había condenado públicamente por el adulterio con su cuñada Herodías. La segunda se representa durante las mañanas y primeras horas de las tardes reviviendo el famoso cantar de gesta de los Doce Pares de Francia con el emperador Carlomagno cuando derrotó a los musulmanes en el paso de Roncesvalles.
La trilogía de la fiesta se completa con la vistosa confrontación entre las fuerzas cristianas y moras, respectivamente comandadas por don Juan de Austria y el Gran Turco, en el espléndido escenario natural que constituyen las contiguas laderas montañosas de las lomas de Bracho, un vasto descampado situado al norte de la ciudad en uno de cuyos altos se instala un castillo de mampostería que domina el campo de batalla y en torno al cual se despliegan y actúan las fuerzas contendientes. En el extenso elenco de personajes protagonistas de los diferentes eventos que engalanan estos festejos, además de las primeras figuras como D. Juan de Austria, el Gran Turco, el profeta Mahoma, Carlomagno, el rey Selim, Roldán y los Doce Pares de Francia, no falta toda una pléyade de lugartenientes y escuderos, oficiales, príncipes y pajes, reinas y princesas, de uno y de otro ejército que con sus espléndidos ropajes destacan entre la nutrida tropa uniformada. Este lucido cortejo ocupa un alto tablado equipado con escaleras laterales y toldo para los tronos situado en la plazoleta anexa a la capilla, atalaya desde la cual las reinas y princesas, moras o cristianas según quienes hubiesen vencido en la batalla del día anterior, contemplan el discurrir del pintoresco espectáculo. Los participantes actúan organizando simulacros de batallas al aire libre que siempre rememoran importantes episodios bélicos históricos de diversas épocas, en general ataviados de forma sumamente abigarrada exhibiendo una pintoresca vestimenta muy peculiar y colorista a veces no exenta de tintes extravagantes. En contrapartida, hay que reseñar el hecho de que algunas de las prendas utilizadas en las celebraciones son auténticas, procedentes de uniformes que guerrearon en otras épocas en el país y han ido siendo transmitidas de padres a hijos. En el bando moro destacan los uniformes inspirados en aquellos propios de los zuavos y zapadores franceses del ejército invasor que en el siglo XIX guerreó en México acompañando al emperador Maximiliano I. Todos los componentes de la tropa portan a la espalda la reglamentaria mochila con el grabado añadido de la media luna excepto sus oficiales que ciñen cinturón de terciopelo con la media luna y turbante en sus cabezas en lugar de la gran boina y altos gorros cilíndricos con que se cubren los zuavos y los zapadores.
Los cristianos –también llamados “barbones”- lucen grandes bigotes y barbas postizas vistiendo pantalón blanco, botas negras y camisa roja, pues siguen el patrón del uniforme de los soldados mexicanos de las guerras de Reforma.Toda esta tropa dispone de pequeños cañones de campaña muy ruidosos y va armada con mosquetes provistos de atacador que cumplen el papel de nuestros arcabuces y espingardas sin que ello signifique escatimar pólvora, de la que se detona más de una tonelada en el transcurso de los festejos.La clásica música “festera”, tan importante en nuestras fiestas, está ausente de la morisma y aunque la afición musical zacatecana es reconocida como una de las más vivas del país, las bandas de música no participan de igual manera que en nuestras celebraciones. En la morisma, los escuadrones de participantes se despliegan y desfilan al son de un “Tamborazo” música marcial popular en la que intervienen instrumentos de percusión propios de las bandas militares como el atabal o la tambora – de donde toma el nombre- acompañados de otros de viento como la trompeta, el clarinete y el saxofón. Se trata de un acompañamiento de gran sonoridad, originario del Estado de Zacatecas, que goza de gran popularidad en todo México. La noche anterior al primer día de fiesta las tropas son acuarteladas. Los cristianos se concentran en las instalaciones de una antigua hacienda y los moros acampan junto a un arroyo cercano, procediéndose en cada caso a un protocolo diario supervisado por miembros de la Cofradía que implica pasar revista, organizar los diferentes cuerpos, levantar vivaques y poner centinelas, mientras las bandas de guerra tocan retreta. Al despuntar el alba del siguiente día, se levantan al son de la diana y a toques de clarín y redoble de tambores se organizan los escuadrones saliendo al campo de batalla a tomar posiciones en las lomas y cerros cercanos.
No obstante, antes de iniciar las hostilidades, tanto moros como cristianos oyen devotamente en la capilla la misa de tropa, recibiendo en gran número la sagrada comunión e invocando todos ellos la ayuda de San Juan Bautista. Seguidamente se pelea enconadamente la mañana entera y se retorna a los cuarteles para comer y descansar. Pasado el mediodía se reanuda la batalla, ahora rodeados del numerosísimo público que en popular romería ha ido abandonando la ciudad hasta llenar los alrededores de la capilla, convirtiendo su entorno en una especie de zoco donde se comercia con todo lo imaginable y por supuesto, se atienden debidamente las necesidades alimenticias de los allí congregados merced a la amplia oferta de la sabrosa cocina zacatecana. En el transcurso de los combates se producen numerosas treguas cuyo tiempo muerto se cubre con interpretaciones musicales, espectaculares evoluciones de la caballería y sobre todo con el equivalente a nuestras “embajadas”, que en Zacatecas denominan “relates”. Montando hermosos, briosos y bien cuidados caballos, estos largos parlamentos, monólogos o diálogos, tienen como intérpretes principales a don Juan de Austria y al Gran Turco, personajes que lideran ambos bandos. Expresándose a gritos y gesticulando con una mímica exagerada atraen a numerosos espectadores ávidos de escucharles y de contemplar cómo encabritan y lanzan sus caballos a la carrera esgrimiendo y entrechocando sus espadas. Coincidiendo con el programa de nuestras fiestas de Cocentaina, el primer día de batalla ganan los cristianos, el segundo los moros y el tercero son los cristianos quienes obtienen la victoria definitiva, si bien en la morisma zacatecana van más allá al incorporar la escena final de la decapitación del Gran Turco, rememorando de tal manera la trágica muerte en Granada de Aben Aboo, caudillo de los vencidos moriscos de las Alpujarras granadinas en 1571. El último día de estos emocionantes, ricos y variados festejos, capaces de representar episodios bélicos históricos tan dispares como los cantares de gesta carolingios, la guerra de las Alpujarras y la batalla de Lepanto, culmina con el acto equivalente –aunque en orden cronológico inverso- a nuestra “Entrada” mediante un desfile de ambos bandos por las principales calle zacatecanas.
En esta verdadera parada militar primero desfilan los moros seguidos de los cristianos, habiendo participado en su última edición 4.200 representantes del ejército moro acompañados por más de 500 bandas de guerra y 200 espadachines con 36 piezas de artillería, mientras la tropa cristiana la formaron 4.100 soldados, 350 bandas de guerra y 150 espadachines con 38 piezas de artillería. La primera -y por ahora única actuación de las morismas mexicanas en España-, tuvo lugar el año 2013 en el escenario del castillo de la Plaza Mayor de la ciudad de Ontinyent con motivo de la visita efectuada por la de Zacatecas a sus fiestas patronales, donde ofreció su representación de la batalla de Lepanto de 1571. Durante el reciente periplo que tuve ocasión de realizar por tierras coloniales del centro y norte del país mexicano, pude constatar que la morisma es una tradición tan viva en México como lo son en España las Fiestas de Moros y Cristianos y aunque el paso del tiempo ha sellado algunos aspectos diferenciadores entre ambas, continúan siendo muchos todavía aquellos que les unen. En mi visita a la hermosa ciudad de Zacatecas no dejé de percibir el profundo sentir popular por estos arraigados festejos, pude conocer “in situ” el peculiar escenario en que se desarrollan y como preciado colofón, ser recibido por el cronista del Estado D. Manuel González Ramírez, ya conocedor de nuestras fiestas españolas, a quien desde estas líneas quiero agradecer su gentileza al poner a mi disposición valiosa información de sus queridos festejos, tan lejanos en la distancia con los de nuestra Cocentaina y sin embargo tan cercanos en el corazón.