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viernes, 11 de marzo de 2016

Mi mejor maratón


Intentando ordenar estos días los repletos estantes de mi biblioteca, cedí a la tentación de trasladarme al fértil cosmos del recuerdo abriendo las apretadas hojas de mi viejo álbum de fotos deportivas. Un testimonio gráfico de hitos inolvidables que hablan un lenguaje de valores tan valiosos como la disciplina y la tenacidad. Un carrusel de fotografías que considero el tiovivo de mi propia historia y que ahora acechan, encendiendo en mi alma los fuegos de la añoranza.

La práctica deportiva y en general la cultura del esfuerzo físico ha tenido un importantísimo protagonismo en mi vida y aún la sigue y seguirá teniendo a pesar de las trabas que la diosa Fortuna y el inexorable paso del tiempo han ido sembrando en mi camino. El deporte siempre ha sido, junto con la palabra escrita el eje transmisor de mis ambiciones, mis desvelos y mis pasiones.

Las carreras de fondo con la maratón como enseña fueron mi objetivo favorito y el verme obligado a abandonarlas de forma competitiva tras una grave lesión, mi momento más desdichado. Busqué alternativas y las encontré en la bicicleta, la natación, la navegación en kayak y sobre todo en la marcha nórdica que, aun sin el aliciente de la competición, al menos me sigue permitiendo volver a salvar largas distancias, ahora con mis bastones.

 La fotografía en que aparezco traspasando en la Alameda de Valencia la línea de meta de mi mejor maratón competitivo es de 1989, o sea, acaba de cumplir 27 años y a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo la carrera (como la mayoría de ellas) con todo detalle. 

Aquel 5 de Febrero amaneció frío pero radiante y sin viento. Yo era consciente de tener ante mi una óptima oportunidad de conseguir mi reto. El trazado totalmente llano y urbano en su mayor parte era inmejorable, corría en casa y mi gente acudiría a animarme. El objetivo era mejorar mi tiempo de maratón bajándolo de las 3 horas. Todo acompañaba y además, de forma inesperada, surgió un factor en la carrera que finalmente fue decisivo para mi propósito. 

Era la primera edición año en que se incorporaban al recorrido dos atletas cuya misión era enarbolar cada uno de ellos hasta la meta un cartel orientativo para los participantes. Uno con la leyenda escrita de "3 horas" y otro con "3,30 horas". Se trataba de dos atletas experimentados que actuarían como "liebres" y cubrirían la distancia en esos tiempos.

 Tras vivir una vez más los mágicos momentos que .preceden al pistoletazo de salida con los miles de participantes apiñados en el amplio recinto de la Alameda de la capital valenciana junto al antiguo cauce del rio Turia arrancó la carrera en la que, como siempre, el nerviosismo inicial dio paso a ese sentimiento de determinación y concentración mental necesario para llevar a buen fin ese tipo de prueba.

 La diferente condición física de los participantes fue estirando la piña de salida y pronto se formaron los clásicos grupos que tanto ayudan a mantener un determinado ritmo de carrera, si bien en esta ocasión destacaban dos de ellos que poco a poco iban nutriendo sus efectivos, encabezados por las dos pancartas que invariablemente macaban su tiempo fijado.

Yo hice la carrera en solitario aplicando mi estrategia de preceder en todo momento a la liebre portadora del cartel de las 3 horas. Sabía que debía ir por delante de sus integrantes en todo momento. Ser engullido por ese pelotón podía representar el adiós a mi reto.

Mis sensaciones físicas eran muy buenas. No en vano había entrenado duro y mi tiempo en la señalización del medio maratón (1h.24 min.) traía buenos augurios. A mi espalda destacaba el murmullo del pelotón con la pancarta de las 3 horas que junto a las indicaciones recibidas en los avituallamientos hacía innecesario mirar atrás, pues la distancia que nos separaba era suficiente para mi.

Pasado el Km.30 mantenía mi ritmo, no hubo "pájara" y me dediqué a animar a algunos corredores que me precedían que lo habían perdido e inexorablemente iban camino de acabar sobrepasados por las pancartas que atrás seguían a su ritmo establecido y cuyo murmullo apenas llegaba ya a mis oídos.

El Km.40 fue especial. Descendíamos por la Avenida Marqués del Turia y únicamente faltaba cruzar el puente sobre el antiguo cauce del Turia para alcanzar la Alameda cuando vi a mi padre y hermanos animándome junto a la acera. Fué fantástico. La verdad es que afortunadamente en esa ocasión no precisaba de estímulos. Era consciente de que acabaría la carrera y con ello cumpliría mi reto. Pero la emoción me embargó como pocas veces lo ha hecho.

La llegada a meta fue una fiesta. Una satisfacción increíble me inundó. Estaba eufórico. Era como una reválida. Un premio al esfuerzo que sólo quien termina una carrera así puede sentir.  
 Aquel año participé poco después (el 13 de Marzo) en otro clásico para mi: la Maratón de Barcelona. Allí encontré condiciones meteorológicas adversas para mi marca por la altísima humedad reinante. Pero esa es otra historia. La realidad es que también disfruté como un enano. Al igual que he hecho en las 17 ediciones en que participé hasta mi obligada retirada en 1992. Correr era mi vida.
 
Ahora mi viejo álbum vuelve a descansar en el mismo estante de mi biblioteca  junto a  un entrañable cuadernillo: el diario del corredor en el que día a día y año tras año anotaba el tipo de entrenamiento realizado, el kilometraje cubierto (5.060 kms. aquel año), el tiempo invertido, las molestias o lesiones aparecidas y hasta las condiciones meteorológicas encontradas.

Toda una simbología de esas pequeñas cosas que llegan a ser tan gratificantes al recordarlas tras el paso del tiempo.




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