Mientras ayer intentaba poner un poco de orden en mi nutrida biblioteca volvieron a mis manos varios de aquellos entrañables cuadernillos anuales que años atrás recogían a diario mi por aquel entonces intensiva actividad física pormenorizada en un mar de apuntes de kilometrajes cubiertos, tiempos invertidos e intensidad del esfuerzo corriendo, pedaleando o nadando, bien en entrenamiento, bien en competición y cuyo repaso tras el tiempo transcurrido una vez más trajo a mi mente el agridulce sabor de la añoranza.
Entre los diarios que conservo se encuentra el correspondiente a 1992, año olímpico que marcó mi tránsito de maratoniano a triatleta, un propósito asumido a raíz de mi último maratón del 15 de marzo de ese año que acometí arrastrando un serio problema articular de cuya gravedad no era entonces consciente y que años después me haría pasar por el quirófano apartándome definitivamente de la actividad competitiva.